11 oct 2009

arte de vacas

Bien, me disculpo porque no se escribir cuentos, pero lo intente ....


Fue cuando tenía cuatro años, o quizá cinco, no estoy muy segura y me sería difícil señalar una fecha exacta. Recuerdo que entramos en la sala de espera del hospital, que todo olía a medicina vieja, cartón y jarabe para la tos,  una mezcla desagradable; que tardamos mucho sentadas y que, aburrida, me puse a explorar el pasillo sin que mi madre me quitara los ojos de encima. Una enfermera dijo mi nombre, mi madre me llamó y entramos al consultorio. Detrás de un escritorio se encontraba un hombre con lentes y bata blanca. Hizo una seña, nos sentamos. Habló sobre cuanto había crecido,  mis vacunas y otras inyecciones que me hicieron sentir alguna tensión en todo el cuerpo. Luego pronosticó lo inesperado.

Mi vida transcurrió tranquila hasta el día en que la maestra de arte, de la secundaria, nos llevó a una exposición en la que habían cuadros en los que animales abiertos, muertos, mutilados, permanecían con los ojos abiertos, observándome, esperando a que me descuidara para introducirse en mi mente y luego viajar a través de las vías del ligero trazo de mis sueños.


Los ojos de algunos animales parecían seguirme, mientras reposaban junto a flores y frutos de tonos serios; excepto un cuadro que mostraba la cabeza de una vaca con un fondo estampado de flores amarillas y anaranjadas, mientras sus vísceras formaban cables que le sostenían de un tendedero de ropa en el que aparecía también un vestidito rosa, semejante al que tenia en una foto que mi madre me había sacado a los cuatro años, lo que me pareció repugnante. No recuerdo, hasta ese día, haber sentido tanto horror. La necesidad de alejarme de la muerte pintada y coleccionada en paredes y vitrinas. Estaba tan desesperada que aún no recuerdo en qué momento volví a casa. Sólo que cuando abrí los ojos, estaba ya en mi habitación.

La tela de flores, la luz, los tonos alegres, me hicieron creer que pasaría algún evento feliz, al menos hasta que sentí, como en mi propia piel, el inesperado roce entre la cabeza de la vaca, de la que salían tripas y órganos, con el vestido, que poco a poco se volvía una sombra, una especie de presa entre la telaraña que salía de la cabeza decapitada de la vaca; la que crecía, acercándose lentamente a mí, hasta lamerme la cara.

Decidí no volver a comer carne, no tener mascotas ni cercanía alguna con los bodegones o cuadros en los que salieran animales muertos. Mi madre considero que era algo pasajero, que no podía dejar tantas cosas por un sueño, y aún cuando yo no estaba dispuesta a ceder, al terminar la preparatoria mis ideas sobre no comer carne ni adoptar una mascota  habían desaparecido, pero no algunas pesadillas en las que gallinas y vacas contemplaban mi sueño.

Pensé en encontrar alguna escapatoria a esa tortura, para ello, al salir  de la escuela decidí ir a las afueras de la ciudad, adonde las viejas casonas se habían convertido en cafés, en salones de lectura de mano, en restaurantes de comida extranjera o en tiendas de objetos antiguos y galerías. Me introduje en las callejuelas y entré a una exposición, en la que, enmarcada y casi frente a la puerta de entrada, estaba el viejo cuadro de la vaca y el vestido de niña;  aún pese a sus colores alegres , su marco con flores en las esquinas y el rosa del vestido ondeando, el cuadro parecía triste, como si en esos años la vaca hubiese envejecido extrañando el miedo que inspiraba a los niños. La vi y descubrí que ya no tenía poder sobre mí, que era hora de seguir mi destino.

Aquel día, en el que el médico hacía su predicción, no habríamos sospechado que diría algo importante, de hecho, nunca lo habría entendido fuera de esa galería. Fui a casa sabiendo que quería hacer el resto de mi vida: mataría a vacas y a otros animales, trabajaría con sus pieles y sus formas, convirtiéndolos en arte.

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