Un poco amarga, quizá muy amarga, pero siempre fría. Así es la bebida que me acompaña y que ha luchado contra el whisky, el vodka, el tequila y cualquier otro líquido que se me haya ocurrido probar. Ella ha sido la vencedora, a quien siempre recurro cuando necesito llorar. Y es que es buena para todo: para el susto, para el coraje, para celebrar, para irme de parranda, para un día caluroso, para relajarme, para los días tristes y momentos de soledad, en fin parece que en mí tiene poderes mágicos que ninguna otra bebida podrá llegar a tener.
La cerveza es la que me hace levantar del sillón para hacer la vaquita con los cuates con tal de que el preciado líquido no escasee; la que me hace hablar demás y querer a todos. La cerveza acabará con mis riñones, pero aun así la seguiré queriendo porque su sabor amargo no tiene competencia en mi paladar, por no mencionar que no me gusta ser malagradecida ya que ella me ha acompañado desde mi primera borrachera hasta hoy, pasando por males de amores, por soledades artificiales, por desplantes, por celebraciones y jamás ha dejado mi mano.
Por todo esto la seguiré queriendo.
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