6 ene 2010

Muchos cigarros, poco refresco y más alcohol

Dos sujetos entran a la cantina. El primero es un anciano, delgado, cubierto con un gran abrigo color negro, un sombrero tipo bombín le queda grande y le tapa la cara, lleva lentes oscuros. Le sigue un joven robusto, casi de la misma estatura, también va vestido de negro, lleva un traje con un saco de terciopelo, lentes con un grueso armazón de pasta y cabello casi a rape. Entran apurados, intentando pasar desapercibidos. Ocupan la primera mesa pegada a la salida, el viejo queda de espaldas a la pared, escondido, el joven queda frente a él, atento a la puerta, vigilando. El lugar es pequeño, siguen acomodando las sillas, apenas han terminado de lavar el piso con detergente y amoniaco, el olor es penetrante. Es el cantinero quien los atiende.

—¿Qué van a tomar los caballeros?

—Maestro, ¿qué le apetece?

—Yo nomás quiero una Coca Cola fría, mejor helada. ¿Se puede fumar acá?

—No, discúlpeme, está prohibido.

El joven saca su cartera, deja los billetes en su lugar y vacía el tarjetero. Toma dos credenciales, una se la muestra discretamente al cantinero a la vez que le guiña el ojo, por respuesta recibe una sonrisa cómplice.

—Bueno, nomás tengan cuidado, procuren no excederse en el humo.

—No se preocupe, el señor es el único que fuma.

El viejo abre la cajetilla, toma su encendedor y prende el cigarro.

—¿Entonces nada más traigo la coca fría?

—No, no, a mí tráigame un whiskey doble, sólo, sin hielo, etiqueta negra por favor.

Una gran fumarola sale de los labios del señor, es tan grande que distrae al joven y no ve cuando el cantinero se aleja.

—Esa cosa que pediste es muy fuerte, te va a embrutecer.

—¿Perdón? ¿Qué dijo?

—Nada, olvídalo, ya para qué.

—Aquí tienen señores, están servidos.

—¿Y el cenicero?

El cantinero saca de la bolsa izquierda de su mandil uno de vidrio que pone sobre la mesa.

—Gracias.

Ambos beben, el vaso de Coca Cola está casi lleno, el de whiskey va a la mitad.

—¿En serio no gusta otra cosa? ¿Un tequilita, una cervecita, una cuba?

—No, no, no. Créeme que así estoy muy bien —lanza otra fumarola y suspira—. Ya es suficiente con el fastidio del vino que se sirve en esas recepciones —de nuevo suspira—. Oye, te agradezco mucho esta escapada, el evento en la Universidad me dejó fastidiado, siempre me hacen las mismas preguntas y siempre doy las mismas respuestas. ¡Carajo! ¡Si nomás son unos libros! ¡No hay más!

—Maestro, entienda su condición de ícono de la literatura, es innegable que usted es un ídolo —vacía de un sorbo su whiskey—. ¡No todos los días viene gente como usted a esta ciudad! ¡Cantinero! ¡Sírvame otro igual!

—¿Tu también escribes?

—Este, pues sí, eso intento —contesta apenado el joven—. Ando empezando, pero pues, nomás no puedo publicar nada.

Por primera vez el viejo sonríe, le da otro sorbo a su refresco.

—¿Qué edad tienes?

—Veintinueve Maestro.

—¿Y de qué te preocupas? —se ríe—. Aflígete si en dos años sigues igual, por lo mientras, te recomiendo que no dejes tu trabajo, es más, nunca lo hagas —suelta una carcajada—. Tu síguele escribiendo —enciende otro cigarro—. ¿Y quién es tu escritor favorito?

—Pues Usted —responde apenado.

—¡Ay no me chingues cabrón! ¿Tú también vas a empezar?

—No, no, Maestro, no se moleste, no es mi intención incomodarlo, créame. Por eso lo saqué por la puerta del tercer patio, lo vi cansado.

—¿Y qué? ¿Quieres que te firme un libro, una servilleta o qué chingaos?

El cantinero llega con otro vaso de whiskey, el escritor consagrado prende un cigarro más y el aspirante revisa sus dos celulares y el radioteléfono.

—¡Tranquilo! No quiero que me firme nada. Nomás brindemos. ¡Salud!

—¡Perfecto! Hasta que encuentro a alguien en este día que no me llega apuntando con un lapicero. ¡Salud!

El silencio es tan breve que no da tiempo de recordar cuentos.

—Bueno, ¡ya! ¿Cuál es el próximo evento?

—La recepción en casa del Gobernador y en la noche una cena de gala en el Palacio Municipal.
—¡Válgame Dios!

Suena un radioteléfono, contesta el joven.

—Sí, estoy con él. Todo bien, todo bien. No Jefe, entiendo que debí avisarle. Sí, sé las consecuencias. Ya entendí. Mire, estamos aquí sobre la cuatro sur, casi esquina con la once. ¡Ándele! Sí, cerca de la mueblería. ¿Qué tiene de malo? El estuvo de acuerdo en venir aquí. Perdón, créame que no le alcé la voz. Está bien, aquí esperamos.

—¿Qué pasó? ¿Ya nos vamos?

—Nomás se va usted, yo no puedo acompañarlos, los del gobierno estatal tienen otro dispositivo de seguridad. Hasta aquí llego —de un solo trago bebe todo el whiskey del vaso, a la vez que suena insistente un claxon—. ¡Ya llegaron! Vamos, lo están esperando —el joven deja dos billetes en la mesa y se despide del cantinero alzando la mano —. Fue un placer conocerlo.

—Ten tu sombrero y tus lentes, muchas gracias.

El custodio aspirante a escritor no deja que se los quite.

—No, se los regalo, tengo la leve sospecha que le harán falta. Cuídese.

La Suburban negra arranca, los vidrios polarizados no dejan ver al joven cuando el escritor voltea y se despide sonriendo. En la mesa queda una cajetilla roja semivacía de Pall Mall.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Christian: Felicidades, me encantó. No cabe duda naciste para esto, cada día me parece más acertada y limpia tu redacción. ¡Enhorabuena!

María del Carmen L. P. dijo...

No soy anónimo, soy Ma. Carmen

Christian dijo...

Muchas gracias por el comentario, ahí vamos, haciendo el esfuerzo. Todavía falta mucho.

Tzuyuki dijo...

Está padre, me gustó, me acordé del maestro Samperio y del maestro Villegas.
Sólo siento que algo le falta al final.
Saludos.